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Santa Fe (4/1/2003)

Tan pronto las puertas de la ciudad se cerraban, empezó a anochecer. Ya nadie confiaba como antes en la seguridad del pueblo. Suenan por primera vez las campanas de los templos de Santa Fe, los cuales no habían vuelto a sonar desde hacía ya más de tres generaciones. Se escuchan los crujidos de las puertas de las casas según se van cerrando para prevenir que los ladrones entren en sus viviendas. Durante toda la tarde se había llevado a cabo el reclutamiento para volver a conformar un ejército, debido a la inminencia de una guerra. Las bayonetas volvieron a la vida; los soldados les tuvieron que quitar las telarañas y bañar la sangre seca que habían adquirido antes de que el pueblo hubiese cambiado y la religión se hubiera extinguido. Como todas las noches, se bajaron las banderas del gobierno recién constituido. Lo único que seguía igual en Santa Fe era la celebración de los famosos banquetes. La misa se acababa de terminar, y todos se reunieron en la casa del nuevo gobernador para comer. Iban a celebrar aquel domingo la resurrección de la fe. Pero a diferencia de los banquetes anteriores, sólo invitaron a aquellos que tenían propiedades y terrenos.

En el centro de la ciudad había un museo en reverencia a todos aquellos crédulos que antes creían en dioses. Había toda clase de imágenes que recordaban a sus habitantes de las libertades que gozaban después de la Declaración Universal de la Liberación. Incluso había un salón que recordaba todas aquellas fechorías y torturas que se llevaron a cabo durante la Inquisición. Pero hace poco, lo primero que se hizo con ese museo fue convertirlo en un templo, que rápidamente se llenó de personas por la tarde.

Al comienzo fue complicado reestablecer el orden de la ciudad y romper con los ideales de la igualdad. Especialmente cuando todos contaban con la misma tecnología, desde los carros de hidrógeno hasta los hornos microondas. Todos ya se habían acostumbrado a ver el oro en abundancia, a comer lo mismo que los demás y tener los mismos derechos. Antes nadie tenía la necesidad de robar, pero todo volvió a ser como era antes de la libertad.

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Me acuerdo del día en que llegó como si fuera ayer. Estábamos en uno los banquetes dominicales, cuando de repente, los sonidos en los comedores cesaron cuando todos dejaron de comer para mirarla. Acababa de llegar al banquete, pero no tardó en acomodarse y empezar a comer como invitada especial. Ella a cada rato paraba de comer para observar atentamente todos los detalles de cada uno de los hombres de Santa Fe, lo que nos pasmaba por unos momentos. Después del banquete, empezó a hablar con cada uno de nosotros. Decía que nos quería contar su historia, y todos escuchábamos cada una de sus palabras como si formasen una melodía que permanecía en nuestras cabezas hasta que el sonido alcanzaba la perfección.

Venía de un lugar muy lejano, o por lo menos eso decía. Su ropa se veía perfecta y sus ojos brillaban más que los de cualquier mujer de Santa Fe. Nos mostraba fotos de cuando era pequeña y acoplaba una anécdota a su historia dependiendo de con quién hablaba. Su nombre provocaba mi curiosidad. Terminó contándome que a los ocho años sus padres se habían divorciado. Ella corrió desesperadamente hacia la autopista, hasta que un carro la atropelló. Todo se había vuelto oscuro, y sentía cómo su cuerpo se empezaba a inmovilizar. Pero de repente, su situación cambio, y vió una luz muy clara que la sacaba de la oscuridad. Sintió que la sangre volvía a circular por sus venas, y que sus pulmones volvían a funcionar, pero según ella, no todo acabo ahí. Una voz le habló y le dio como misión la conversión de todos los incrédulos a cambio de su vida. Ella aceptó sin pensar, a pesar de que era muy joven para entender su misión, pero la muerte de su madre le había recordado qué debía hacer. Y así llego a Santa Fe para salvarnos a nosotros de la miseria.

Luego de hablar por un largo rato, nos prometió cosas diferentes a cada uno. No le era fácil hacer promesas, porque Santa Fe estaba basada en la igualdad. A los ciegos les prometió que recuperarían la vista, a todos nos prometió la felicidad. A mí me dijo que conseguiría una esposa hermosa, que tendría una familia feliz, y tendría todo el tiempo para pensar. Hoy, nos vemos ya convertidos parcialmente a su religión. Quizás yo soy el único que entiende el error que hemos cometido. Todo el mundo está embobado con su perfil y su cuerpo. No puedo ocultar que es una mujer que conoce muy bien el pasado, domina las matemáticas y ha estudiado mucho, porque sé muy bien que si no fuese así no hubiera logrado convencernos a todos.

Siento cómo una espina atraviesa mi corazón. Sé que vamos directamente a nuestra muerte. Veo cómo dentro de unos años Santa Fe se convertirá en el infierno que era antes. Presiento cómo las personas empezaran a matar para poder alimentar a los dioses, como lo hacían los aztecas. Veo como los santafereños secuestrarán aviones y los chocarán contra edificios gigantes sólo porque un dios los recibirá en el cielo con siete vírgenes.

Me acuerdo de haber leído de cómo era la ciudad antes. Las calles de Santa Fe se llenaron una vez de prostitutas que solamente se alimentaban del hecho que los hombres vivían reprimidos por una religión y querían violar la ley. Veo cómo desde ahora podremos diferenciar entre los ricos y los pobres, cómo sólo algunos podrán recibir una buena educación. Me acuerdo de haber leído que las calles eran en ese entonces muy peligrosas. Nadie respetaba las leyes que el gobierno había establecido. Todos querían probar las substancias ilegales y elevarse con drogas, o simplemente matar a sus vecinos. El código de ética que ahora se sigue voluntariamente era en el pasado reemplazado por leyes inútiles.

La corrupción volverá nuevamente a gobernar. Los líderes del pueblo y sus seguidores querrán más y más y no estarán satisfechos con lo que tienen. Van a querer probar que tienen más dinero que el pueblo y se lo robarán. Odio pensar que la teoría del Big Bang y la teoría de la Evolución se volverán nuevamente mitos después de haber sido aplicadas por tantos años. Pero la iglesia necesitaba predicar que Dios había creado al hombre a su imagen y semejanza, por lo que tenía que olvidar estas teorías. Pero lo que más me preocupa es que la gente puede ser feliz bajo este sistema. A las masas le gusta la sangre, y por eso van a querer la guerra. Y Ella lo iba a lograr. Nos estaba destruyendo poco a poco; a nosotros fue a quienes volvió más tristes, ciegos y solitarios. Ya había logrado reinstaurar las iglesias y su propósito principal ya había sido logrado, había convertido a los incrédulos en creyentes de un dios que no conocían.

Simplemente no aguanté más. Todas estas ideas pasaban por mi cabeza. Me acordé de aquel pasado incierto, de todo el esfuerzo de mi familia para construir una ciudad increíble, para que llegara ella y lo destruyera de un día a otro. Debo admitir que pensé muy bien antes de hacerlo. Pero no tenía otra alternativa. Detrás de esa cara bonita y ese cuerpo simétrico se escondía algo, que aún no sabía qué era. Mientras aparentaba comer, agarré con toda mis fuerzas el cuchillo y lo lancé en su pecho. Me sentí liberado. Ví cómo la sangre corría por su cuerpo. Muy dentro de mí esperaba que todo fuera cierto, que en realidad hubiese un dios que la hubiese salvado cuando era pequeña. Esperaba que ese mismo Dios la volviera a salvar cuando estaba ya muy cerca de cumplir su misión. Pero no fue así. Ella cayó al suelo como cualquier ser humano que haya sido herido de muerte.

El pueblo no me lo pudo perdonar. Pensaban que había destruido su futuro. Pero yo no sentía remordimiento. Primero querían desterrarme de Santa Fe, pero yo me negué con todas mis energías aunque tuviera que morir. No estaba dispuesto a irme a vivir a otra ciudad donde no sería feliz, donde no tendría la libertad de pensar y de expresar mis ideas, pero no me querían matar porque a pesar de lo que había hecho, aún me respetaban mucho. Me ofrecieron el perdón si pagaba al gobierno. Pero me negué rotundamente por segunda ocasión. No estaba dispuesto a darle un valor monetario a mi vida, así que ofrecí tan sólo 30 pesos por ella. Los santafereños quedaron perplejos cuando oyeron mi oferta, e inmediatamente ordenaron a los verdugos que prepararan el mejor veneno especialmente para mí. Ahora entiendo por qué es tan importante todo el protocolo que se sigue antes de matar a una persona; me sentí mejor a pesar de que estaba al borde de la muerte. Pero lo que me hace sentir satisfecho es saber que moriré como murió Sócrates treinta siglos atrás. Sólo que esta vez no será con cicuta, pero será por la misma causa. Quise defender mis ideas, y sé que aunque los santafereños no lo reconocen hoy jueves, día de mi muerte, me lo agradecerán y yo también tendré mi estatua frente al museo de los incrédulos.